La vida se compone de momentos breves, tan breves que a veces apenas nos damos cuenta de que están ocurriendo. Nos movemos entre ellos como si fueran eternos, confiados en que tendremos miles de oportunidades iguales. No pensamos que, como en esas pequeñas escenas de Call Me By Your Name, un verano, una conversación, una risa, pueden convertirse en algo irrepetible.
Solo cuando esos instantes se alejan —cuando ya no podemos volver a tocar lo que una vez tuvimos tan cerca— entendemos su verdadero valor. Entonces llega el arrepentimiento, sutil y demoledor. Una mirada, una palabra no dicha, un silencio que parecía inofensivo se transforman en anhelos imposibles de saciar.
La memoria se vuelve un refugio y una trampa. Recordamos detalles mínimos, como Jay Gatsby contemplando una luz verde al otro lado de la bahía, aferrado a la ilusión de que es posible regresar. Pero no lo es. El tiempo sigue su curso indiferente, dejando solo la nostalgia de lo que no supimos abrazar a tiempo.
Quizá la vida consista justamente en aprender eso: en detenernos un segundo más, en mirar con más atención, en agradecer antes de perder. En entender, aunque duela, que lo efímero es, precisamente, lo que hace que cada momento tenga un valor incalculable.
Gracias por leerme, nos vemos la próxima vez. :)
D.C